Adultez forzada: el  costo emocional de crecer demasiado pronto

Por Paula Beatriz Cahuasa

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Por Jorge López

En las calles de muchas ciudades latinoamericanas, es común ver a adolescentes vendiendo dulces, cuidando a sus hermanos o trabajando en mercados desde la madrugada. Detrás de estas escenas cotidianas se esconde una realidad cruda; miles de niños están asumiendo responsabilidades de adultos cuando aún no terminan de ser niños.

“Cuando un niño es forzado a asumir roles de adulto, como trabajar, cuidar a sus hermanos o tomar decisiones familiares, se produce un conflicto interno entre lo que emocionalmente necesita y lo que socialmente se le exige. Esta disonancia puede provocar sentimientos de ansiedad, frustración o aislamiento emocional que perduran incluso en la adultez», explica Liudmila Loayza, directora de la carrera de Psicología de la Universidad Franz Tamayo, Unifranz.

La adultez temprana no siempre viene acompañada de una decisión consciente. A menudo, responde a la ausencia de figuras parentales, la migración forzada de uno o ambos progenitores, la pobreza estructural o la enfermedad de un familiar. En estos contextos, los hijos mayores suelen convertirse en cuidadores, proveedores y pilares del hogar, dejando de lado sus propios procesos de crecimiento.

“Más de 11 millones de menores de edad realizan algún tipo de trabajo infantil en América Latina y el Caribe, y muchos de ellos lo hacen para contribuir con los ingresos del hogar o reemplazar a adultos ausentes”, informa el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef). No solo pierden tiempo de estudio o recreación, sino que enfrentan una presión emocional ajena a su edad.

La salud mental se convierte en una víctima silenciosa de estas experiencias. Los niños que asumen el rol de adultos desarrollan una relación ambigua con la responsabilidad. Por un lado, son reconocidos por su capacidad de sostener a la familia, pero por otro, se les niega el derecho a expresar cansancio o necesidad de apoyo. Esta contradicción genera una sensación de aislamiento emocional difícil de procesar.

“La adultez, forzada muchas veces, interrumpe la trayectoria educativa, al priorizar responsabilidades del hogar o trabajo sobre los estudios, se reduce el acceso a oportunidades formativas y se limita el desarrollo integral. Esto no solo afecta el futuro laboral, sino también la construcción de una identidad personal sólida y la autoestima», comenta Loayza.

Muchos de estos jóvenes creen que no tienen permiso para fracasar, descansar o incluso soñar. Interiorizan la idea de que siempre deben estar disponibles para los demás, lo que puede llevar a un patrón de vida marcado por la autoexigencia y el abandono de sus propios deseos. Esto forma adultos con altos niveles de ansiedad, estrés y frustración, incluso en contextos donde ya no hay presión económica o familiar.

«Son personas que aprenden a validarse únicamente a través del sacrificio. Se sienten culpables cuando descansan, cuando dicen ‘no’ o cuando se priorizan. Esa autoexigencia extrema, interiorizada desde la niñez, puede generar cuadros de estrés crónico, ansiedad o incluso depresión, porque creen que su valor depende solo de lo que hacen por los demás», reflexiona la docente.

El entorno educativo también juega un rol fundamental, cuando un adolescente falta al colegio porque debe trabajar o cuidar a sus hermanos, muchas veces se lo etiqueta como irresponsable o desinteresado. Sin embargo, lo que ocurre en muchos casos es una sobrecarga invisible que el sistema no está preparado para comprender ni acompañar. La escuela también puede volverse un lugar hostil.

“Los adolescentes que se ven obligados a asumir responsabilidades adultas tienen menos posibilidades de completar su educación, lo que afecta directamente su desarrollo personal y profesional”, explica el Fondo de Población de las Naciones Unidas, Unfpa.

Esta interrupción no solo les cierra puertas en el presente, sino que impacta en sus oportunidades a largo plazo, desde el acceso al empleo hasta la autonomía económica. A ello se suma una vida afectiva marcada por la autoexigencia y el miedo al error, como si cada paso estuviera vigilado por la necesidad de no fallar. Las secuelas emocionales no desaparecen con el tiempo.

“Un niño que ayuda en casa o apoya a su familia no debería asumir el peso de decisiones o cargas que no le corresponden. Cuando se normaliza que un menor actúe como adulto, se vulneran sus derechos y se trunca su desarrollo emocional. No es madurez, es supervivencia disfrazada de responsabilidad», afirma la docente universitaria de Unifranz. 

Muchos jóvenes que crecieron asumiendo responsabilidades ajenas a su edad llegan a la adultez con una profunda dificultad para establecer límites, confiar en otros o permitirse descansar. La adultez prematura no fortalece automáticamente; puede dejar heridas difíciles de sanar. La sensación de haber perdido una etapa esencial de la vida se traduce en duelos no resueltos.

«El problema no está en que un niño ayude o participe en la dinámica familiar, sino en que lo haga por obligación permanente, sin opción a equivocarse o descansar. Esa presión genera una autoimagen distorsionada, donde el amor propio se sustituye por el deber constante, y eso deja heridas emocionales difíciles de sanar», concluye Loayza.

Reconocer esta injusticia silenciosa es el primer paso para romper con un modelo que normaliza el sacrificio infantil como parte del paisaje social. Cuando una infancia se ve truncada por la adultez forzada, no solo se pierde una etapa, sino también la posibilidad de imaginar un futuro con libertad. Esa pérdida, aunque no siempre se vea, deja cicatrices profundas en el alma de quienes crecieron demasiado pronto.

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Paula Beatriz Cahuasa

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