Violencia y conflictividad social: cómo impactan en el bienestar psicológico de la población

Por Manuel Joao Filomeno Nuñez

La violencia y los episodios de tensión social impactan de manera directa sobre la salud mental de la población, generando picos de ansiedad, angustia e incluso conductas imitativas. 

“La exposición a continuos episodios de violencia, en medios y en las calles puede desencadenar miedo, desesperación y angustia en cuestión de minutos”, advierte Liudmila Loayza, directora de la carrera de Psicología de la Universidad Franz Tamayo, Unifranz.

Según explica la especialista, cada episodio de violencia─ activa un mecanismo emocional colectivo que eleva los niveles de estrés y altera la capacidad de afrontamiento de la población. “Esa violencia se percibe como una amenaza y, en consecuencia, activa pánico y reacciones impulsivas. La zozobra provocada por estos episodios, sobre todo en casos de conflictividad social hace que las personas se apresuren a abastecerse de alimentos o dinero incluso cuando la situación no se ha consolidado como un riesgo real”, señala la especialista.

La psicóloga sostiene que no todos reaccionan igual ante un episodio de tensión. La historia personal, las experiencias previas y el contexto generacional influyen. Mientras que personas que vivieron conflictos más duros experimentan temor y alerta moderada, generaciones más jóvenes tienden a imitar conductas sin entender del todo el trasfondo, reforzando comportamientos impulsivos. 

Loayza explica que muchos actuaron bajo recuerdos traumáticos recientes, como la pandemia, lo que desencadenó compras compulsivas y temor a escenarios extremos. “Se ha revivido la incertidumbre, y cuando no existen estrategias previas de afrontamiento, la imitación se vuelve la guía principal”, reflexiona.

Los efectos también se sienten en la población infantil y adolescente. Ya en 2019, organismos internacionales advirtieron que niñas, niños y jóvenes fueron invisibilizados pese a estar expuestos a imágenes y testimonios violentos a diario. Loayza coincide en que la falta de diálogo social y la ausencia de mecanismos de contención emocional dejan a este grupo en vulnerabilidad, generando sentimientos de inseguridad y temor sobre su futuro.

A esta lectura se suman aportes de especialistas en salud mental que analizan la violencia cotidiana desde el funcionamiento del sistema nervioso. Investigadores en neurociencia han señalado que la acumulación constante de estrés ─producto de la inseguridad, la incertidumbre económica y la frustración social─ mantiene al cerebro en estado de alerta permanente. 

Cuando la amígdala detecta amenaza, real o imaginada, se activa el sistema de supervivencia, lo que acelera el corazón, tensa los músculos y reduce la capacidad de tomar decisiones racionales. Bajo esta presión, la corteza prefrontal pierde temporalmente su habilidad para frenar impulsos y evaluar consecuencias, facilitando reacciones primitivas como ataques verbales o físicos.

Este estado de irritabilidad no es casual: la vida cotidiana se ha llenado de microestresores que erosionan la tolerancia y elevan la reactividad. La violencia deja de ser una excepción para convertirse en un lenguaje social, un modo inmediato y poco saludable de responder a frustraciones acumuladas. 

Expertos advierten que esta dinámica se vuelve contagiosa: observar episodios de violencia en espacios públicos o en redes sociales genera un aprendizaje traumático en los testigos, quienes desarrollan hipervigilancia, tensión muscular persistente, problemas de sueño y ansiedad anticipatoria. Si la exposición se mantiene, estas respuestas pueden volverse crónicas.

Las consecuencias no afectan únicamente a quienes protagonizan o sufren episodios violentos; afectan al conjunto de la sociedad. Vivir en permanente estado de alerta desequilibra el sistema emocional y aumenta el riesgo de desarrollar cuadros como depresión con irritabilidad, estrés postraumático, consumo problemático de sustancias o trastornos de ansiedad. 

A nivel colectivo, los especialistas describen un “estado de ánimo social irritado”, caracterizado por baja tolerancia, polarización y un aumento de discursos agresivos como forma válida de interacción.

Para enfrentar esta realidad, Loayza subraya la necesidad de construir una cultura de diálogo y desarrollar estrategias de afrontamiento saludables. La educación emocional, la contención comunitaria y la promoción de espacios seguros de conversación constituyen herramientas esenciales. Asimismo, fortalecer la salud mental implica reconocer los signos tempranos de sobrecarga emocional y evitar prácticas que normalicen la violencia como respuesta.

La directora de Psicología de Unifranz enfatiza que, aunque los picos de ansiedad en conflictos aislados tienden a descender, la exposición constante a episodios violentos puede dejar secuelas prolongadas, especialmente en sociedades que viven crisis recurrentes. Por ello, el desafío no solo es evitar la violencia, sino transformar el clima emocional colectivo. 

“La clave está en recuperar el diálogo como vía para resolver tensiones y no permitir que la violencia se vuelva un lenguaje habitual”, concluye.

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