De la selva de cemento a los bosques urbanos: el reto de salvar nuestras ciudades

Por Leny Chuquimia

En La Paz, El Alto o Santa Cruz, no todo es hormigón y ruido. A veces, entre avenidas congestionadas o plazas olvidadas, un árbol se convierte en santuario. No sólo da sombra, sino que también alberga vida.

En Bolivia, el cemento avanza y las áreas verdes retroceden, dejando ciudades más calientes y con aire cada vez más denso. Pero en medio de esa crisis ambiental también florece una oportunidad: transformar las urbes en refugios de biodiversidad que mejoren la calidad de vida, ahorren energía y devuelvan equilibrio a la naturaleza. El reto es enorme: pasar de la selva de cemento a los bosques urbanos.

“El papel que cumplen los árboles en cualquier ecorregión es de vital importancia. Son considerados una barrera térmica, una barrera acústica, así como un amortiguador de vientos. Dependiendo de su disposición y de la especie, también forman parte de la regulación hídrica. Al tener estas características, se convierten en un refugio urbano de especies de flora y fauna, tanto nativas como endémicas”, explica la especialista en medio ambiente, Ángela Canseco Tarifa,  docente de la carrera de Arquitectura de Unifranz.

El toborochi (Ceiba Camba), por ejemplo, no es solo un emblema cruceño, sino también el hogar de orquídeas únicas como la “Bailarina”, Cohniella stayi, en peligro de extinción. Estos pequeños pulmones urbanos guardan secretos de biodiversidad que, si se pierden, no podrán recuperarse.

El costo invisible de la pérdida verde

La pérdida de cobertura vegetal no es un detalle estético: es un factor que determina la calidad de vida. La deforestación, el crecimiento urbano sin planificación y las industrias extractivas no son las únicas actividades que dejan cicatrices en nuestras ciudades.

“No solo el crecimiento urbano y la deforestación son causantes de la contaminación atmosférica; los incendios forestales, el agroindustrial, el transporte y el sector energético no sostenible también han incrementado de manera significativa las concentraciones de dióxido de carbono (CO₂)”, advierte Canseco.

Al CO₂ se suma el metano, que hoy puede resultar incluso más dañino. Este gas incoloro e inodoro, compuesto por carbono e hidrógeno, es el principal componente del gas natural. Tiene gran valor energético, pero también es un potente gas de efecto invernadero. Se genera de manera natural por la descomposición de materia orgánica en ambientes sin oxígeno (pantanos, rumiantes), por procesos geológicos en yacimientos de gas, carbón y petróleo, y por actividades humanas como la ganadería, los vertederos y el tratamiento de aguas residuales.

El resultado es claro: ciudades más calientes, aire irrespirable y seres humanos menos productivos, menos concentrados y más vulnerables. “Una mala calidad de aire, tanto interna como externa, afecta la concentración y productividad humana”, señala la especialista. Lo que parece un problema ambiental termina siendo también social y económico.

“El crecimiento urbano no es necesariamente el problema, sino la planificación insostenible. ¿Cómo podemos contribuir a reducir este efecto sin afectar el desarrollo del país? Con actividades sostenibles, planes de manejo ambiental de los recursos naturales, uso de materiales ecoamigables en la construcción, fomento de empleos verdes y mejorando nuestra economía circular”, sostiene Canseco.

Ciudades que queman, árboles que resisten

La solución parece obvia, plantar más árboles hasta llenar las ciudades. Sin embargo, no es tan simple. No se trata de colocar cualquier árbol en cualquier lugar. Las especies elegidas pueden marcar la diferencia entre un proyecto exitoso y otro condenado al fracaso.

“Las especies vegetales seleccionadas deberán cumplir con características que vayan acorde al microclima de la región. Para ello, es necesario un diagnóstico ambiental de los factores abióticos y bióticos, en un periodo adecuado, para que estas especies logren tolerar los efectos de las islas térmicas”, subraya la experta.

Las “islas térmicas”, más conocidas como islas de calor urbanas, son áreas de las ciudades donde la temperatura es significativamente más alta que en las zonas rurales cercanas, debido a la actividad humana y a la menor presencia de vegetación.

Los materiales como el hormigón y el asfalto absorben y retienen el calor, y la falta de árboles y agua impide la refrigeración natural, haciendo que las ciudades sean más cálidas que el campo.

Este fenómeno no solo aumenta la sensación térmica para quienes viven o trabajan allí. También eleva el consumo energético con el uso de ventiladores o aire acondicionado, agrava la contaminación y afecta la salud de los habitantes, aumentando el riesgo de golpes de calor y enfermedades respiratorias.

Así, los árboles de gran porte, con copas amplias y hojas resistentes al calor, son los mejores aliados para enfrentar las islas térmicas que devoran las ciudades. Pero la respuesta no se limita al follaje; también está bajo nuestros pies.

Es necesario recuperar la porosidad de los suelos y permitir que el agua filtre no solo para alimentar los acuíferos, sino también para transportar los nutrientes a los árboles, que deben tolerar la pérdida de agua por las altas temperaturas. 

Con esto, se devuelve a la tierra su capacidad de respirar. Significa romper con la selva de cemento e impulsar calles, plazas y viviendas con superficies permeables que conviertan lo urbano en un ecosistema equilibrado.

La revolución verde desde casa

El futuro depende tanto de políticas urbanas como de la ciudadanía. La plantación y el cuidado de árboles no es solo tarea de autoridades o expertos: es también una herramienta pedagógica y transformadora para la población.

“La mejor manera de concientizar al ciudadano es haciéndolo partícipe de mediciones de la calidad del aire y monitoreos del incremento de la temperatura antes y después de la implementación de la vegetación en su propio ecosistema”, explica Canseco. Ver, medir y comprobar el cambio se convierte en un incentivo poderoso.

Además, está el beneficio económico. “El usuario notará un cambio en su bolsillo, ya que estas aplicaciones ecológicas llegarán a ahorrar dinero por la reducción del consumo energético”, asegura la especialista. Plantar árboles, entonces, no es solo un acto ambiental: es una inversión en bienestar y ahorro.

Entre el calor y la esperanza

Bolivia, como muchos países en desarrollo, enfrenta el dilema de crecer sin destruir. Las ciudades no pueden seguir avanzando a costa de la naturaleza, porque esa factura se paga con salud, economía y calidad de vida.

El desafío es transformar la idea de ciudad: dejar atrás el cemento como sinónimo de progreso y entender que el verdadero desarrollo está en lograr urbes que respiren, protejan y den vida. Como concluye Canse

En cada árbol plantado, en cada suelo que vuelve a ser permeable, puede comenzar la transformación. La selva de cemento aún puede convertirse en bosque urbano, pero el tiempo corre y el futuro depende de la decisión que tomemos hoy.

Fuente: Ángela Canseco Tarifa,  especialista en gestión y supervisión ambiental, docente de la carrera de Arquitectura de Unifranz.

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