Sudar la gota gorda: el costo de llegar sin experiencia al mundo laboral

Imagen referencial - Unifranz

Lo llamaron un lunes a las diez de la mañana. Diego Ramírez acababa de graduarse en marketing y ese número desconocido que vibraba en su celular traía una buena noticia: había conseguido trabajo en una agencia publicitaria. Lo celebró con su mamá, lo publicó en sus redes y se preparó para el gran día con su mejor camisa. Lo que no sabía es que ese mismo miércoles, apenas cruzara la puerta de su nueva oficina, iba a sudar la gota gorda.

No por el calor —aunque el clima y la calefacción se esmeran— sino por la mezcla explosiva de ansiedad, inseguridad y un mar de “no tengo idea cómo se hace esto”. ¿Qué es un benchmark? ¿Cómo se interpreta el ROAS (Retorno de la Inversión Publicitaria)? ¿Dónde guardan los archivos en esta agencia?

La historia de Diego no es única. Tampoco la de Camila Pereira, una ingeniera industrial que acababa de ser contratada en una planta de producción donde el ruido de las máquinas apenas le permitía pensar. O la de Matías Carrión, que con menos nervios y más calle profesional, parecía moverse con naturalidad en su primer trabajo formal gracias a las prácticas y proyectos que realizó desde la universidad. La diferencia entre ellos, como muchos lo descubren, no está en el diploma… sino en la experiencia.

Cuando el título no es suficiente

“Uno entra con toda la ilusión, pero también con mucho miedo”, reconoce Camila. “Me pusieron a supervisar una línea de ensamblaje desde el segundo día. Yo no sabía ni dónde pararme. Estaba rodeada de gente con años en el puesto y yo, con suerte, conocía el proceso en papel”.

Las primeras semanas fueron un infierno emocional. Llevaba los diagramas de flujo en la cabeza, pero no sabía cómo reaccionar ante un desperfecto, cómo hablar con los operarios o cómo decir “no sé” sin que eso sonara a fracaso. “Sudaba de verdad, pero lo peor era el sudor frío de sentir que estaba improvisando todo”.

Esa sensación de desubicación —que muchos disfrazan con sonrisas tensas y caminatas rápidas al baño— tiene una explicación. Según la psicóloga Liudmila Loayza, directora de la carrera de Psicología en la Universidad Franz Tamayo, Unifranz, ese sudor tiene nombre: inseguridad frente al entorno.

“Cuando los estudiantes no han vivido situaciones reales de trabajo, enfrentan su primer empleo como si fuera un salto al vacío. La práctica profesional en las aulas es como un ensayo para la vida laboral. Les da confianza, herramientas y, sobre todo, capacidad de respuesta emocional ante el error o la presión”.

Loayza destaca la importancia de los escenarios donde se aprende haciendo, en el que el estudiante no solo aplica conocimientos, sino que también aprende a recibir retroalimentación, gestionar sus emociones y trabajar con otros. En el modelo educativo que ella coordina en Unifranz, los estudiantes participan en proyectos reales y son evaluados no solo por sus docentes, sino por sus pares y por ellos mismos. Esto, explica, activa procesos de autoobservación y crecimiento profesional antes de llegar al mercado laboral.

El miedo a equivocarse y la oportunidad de crecer

Diego todavía recuerda su primera reunión con un cliente. Estaba encargado de presentar una campaña de redes sociales. Practicó el discurso frente al espejo, pero nada lo preparó para la presión real. Se le secó la boca. Tartamudeó. Olvidó la conclusión. “Sentía que todos me miraban con cara de ‘¿y este de dónde salió?’”, cuenta. Esa noche pensó en renunciar.

Pero no lo hizo. Comenzó a grabar sus presentaciones, pidió ayuda sin miedo al ridículo y convirtió sus errores en oportunidades. “Me di cuenta que no tener experiencia no es el problema. El problema es no saber qué hacer con esa falta de experiencia”.

Desde la psicología educativa, esto tiene sentido. Aprender haciendo, con acompañamiento y espacios para equivocarse, genera una curva de aprendizaje más empinada pero también más sólida. “El error deja de ser un trauma y se convierte en un recurso si es guiado y procesado”, señala Loayza.

Y es ahí donde las universidades juegan un papel crucial. Para Massiel Carrión, asistente de capacitaciones de la Cámara Nacional de Industrias (CNI), la experiencia previa —aunque sea en forma de pasantías— hace una diferencia notoria en los procesos de selección.

“Una persona con experiencia, aunque sea mínima, ya ha cometido errores y aprendido de ellos. Sabe cómo actuar, qué evitar y cómo funciona una organización, lo que le permite ahorrar tiempo y guiar mejor a la empresa. Por eso, suele ser la opción preferida”.

Carrión subraya que algunas universidades han empezado a incorporar simulaciones de entrevistas, talleres para armar currículums y hasta sesiones para aprender a posar para una buena foto profesional. “No parece importante, pero lo es. Todo suma cuando estás buscando tu primer empleo”, dice.

Aprender antes de empezar: la historia de Matías

Matías, por su parte, jugaba con ventaja. No porque fuera más inteligente, sino porque entendió antes que debía construir su experiencia mientras estudiaba. Durante su formación universitaria tuvo la oportunidad de sumarse a proyectos de voluntariado, participó en ferias académicas y se animó a presentar investigaciones en revistas estudiantiles.

Cuando entró como asistente de planificación en una consultora, ya había estado en oficinas, sabía usar herramientas administrativas y no le temblaba la voz al pedir una reunión. “Yo también sudé”, dice entre risas, “pero en la universidad”.

Su caso confirma algo que las empresas repiten como mantra: la mejor carta de presentación no es la nota más alta, sino el registro de lo vivido. Y mientras más cerca esté de la realidad laboral, mejor. Por eso los llamados proyectos integradores o prácticas supervisadas no son un trámite académico, sino una forma de evitar que los egresados lleguen a la oficina como quien aterriza en Marte.

Entre el sudor y el saber: la escuela de la experiencia

“Sudar la gota gorda” es una frase que todos hemos dicho alguna vez. Pero cuando se trata del trabajo, cobra otro sentido. No es solo transpirar por nervios o por presión: es enfrentarse a lo desconocido, sin manual, sin red, y aún así avanzar. Y aunque la teoría ayuda, el cuerpo —y la cabeza— solo aprenden de verdad cuando se ensucian las manos.

Por eso cada vez más instituciones educativas promueven el “aprender haciendo”, no como adorno, sino como núcleo de su propuesta formativa. Porque en el fondo, se trata de preparar a los jóvenes no solo para rendir exámenes, sino para rendir en la vida.

Camila lo entendió semanas después, cuando un operario se le acercó para pedirle consejo sobre un ajuste en la línea. “Ya no me veían como la nueva que no sabe nada. Me respetaban porque aprendí, porque sudé, pero no me rendí”.

Y esa, según quienes ya pasaron por ahí, es la verdadera experiencia profesional: la que se gana gota a gota.

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Manuel Joao Filomeno Nuñez

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