El otro rostro del cáncer: por qué cuidar al cuidador también salva vidas

By Paula Beatriz Cahuasa

El desgaste físico y emocional que conlleva esta responsabilidad es inmenso.

Lucía Fernández tenía 34 años cuando su vida cambió abruptamente. Su madre, Carmen, fue diagnosticada con cáncer de pulmón en etapa avanzada. Como hija única, asumió el rol de cuidadora principal, sin preparación previa ni apoyo emocional. Durante meses, reorganizó su rutina, redujo su jornada laboral y suspendió casi toda vida social. No dudó. “Ella me crió, me dio todo, ahora me toca a mí”, repetía con fuerza, aunque por dentro empezaba a desmoronarse.

Cuidar a un ser querido con cáncer puede convertirse en una experiencia profundamente transformadora, pero también devastadora. El desgaste físico y emocional que conlleva esta responsabilidad es inmenso. Estudios recientes han demostrado que los cuidadores, especialmente los familiares cercanos, tienen una alta probabilidad de desarrollar ansiedad, depresión, insomnio y hasta síntomas de trastorno de estrés postraumático. “Cuidar al cuidador” no es una frase bonita ni un gesto altruista: es una necesidad urgente para proteger la salud mental de quienes sostienen la lucha desde la sombra.

“Toda enfermedad —y especialmente las terminales— es devastadora. No solo afecta al paciente, sino también a toda la familia”, explica Alfredo Aguirre, psicólogo especializado en oncología de la Fundación Nueva Esperanza. “Por eso, es necesario aplicar lo que llamo una ‘reingeniería familiar’, reorganizar los roles y funciones de cada miembro para brindar apoyo y acompañamiento durante el proceso de la enfermedad”, acota.

Lucía no sabía lo que significaba reestructurar su entorno. Lo hizo por instinto. Convirtió la sala en una habitación para su madre, memorizó los horarios de medicamentos, aprendió a interpretar exámenes clínicos y a comunicarse con oncólogos. Pero a medida que pasaban los meses, perdió peso, comenzó a tener episodios de ansiedad y dejó de responder mensajes de amigos. “No quería molestar a nadie. Pensaba que, si yo me caía, se caía todo”, recuerda.

La historia de Lucía es común, pero poco visibilizada. De acuerdo con estudios publicados en Frontiers y observaciones clínicas en el Hospital Vali-e-Asr de Irán, los cuidadores de pacientes con cáncer presentan niveles elevados de depresión y ansiedad. El impacto psicológico se agudiza por factores como la falta de preparación, la sobrecarga de tareas y la presión económica. Según la American Cancer Society, el cáncer afecta el bienestar físico, emocional, social y hasta espiritual de los cuidadores, pero cuando estos reciben apoyo psicosocial adecuado, su calidad de vida mejora notablemente.

Afortunadamente, Lucía encontró ayuda en un centro que brinda apoyo a personas que, como ella, lidian con la enfermedad sin estar enfermos. Allí aprendió, por primera vez, que su salud también importaba. 

“Lo primero es saber aceptar, prepararnos, para poder atender. A veces, el silencio y la compañía son lo mejor que podemos ofrecer. Pero también debemos tener un espacio donde podamos expresar lo que sentimos”, subraya Aguirre.

Ese “espacio” fue clave para que Lucía empiece a sanar. La terapia psicológica individual le permitió reconocer emociones que había reprimido durante meses: miedo, culpa, enojo. También empezó a comprender que no era egoísta por tomarse una hora para caminar o dormir una noche completa. Aprendió a “acompañar sin enfermarse”.

La psicooncología es la disciplina que sustenta este tipo de acompañamiento terapéutico. Ofrece herramientas para manejar emociones complejas como la tristeza, la incertidumbre y el duelo anticipado, al tiempo que fortalece habilidades de autocuidado y resiliencia. 

“Es fundamental brindar un espacio donde el cuidador se sienta escuchado y validado. Ellos son, en muchos casos, el sustento emocional del paciente. Si no están bien, todo el entorno terapéutico se debilita”, señala María del Pilar Hidalgo, directora de la Fundación Unifranz.

Hidalgo enfatiza que el cáncer no solo transforma al paciente, sino también al ecosistema que lo rodea. “Son mensajeros de paz que llegan para recordarnos lo frágil que es todo. Pero también, lo poderosos que podemos ser como familia y comunidad. Esta enfermedad puede ser un motor de cambio si se atiende de forma integral”, añade.

Lucía pasó por ese proceso de transformación. Volvió a retomar actividades que le hacían bien: bailar, leer, escribir en un diario. Acompañó a su madre hasta el final con entereza, pero también con humanidad. No fue fácil. “Aprendí que no soy menos valiente por llorar, ni menos cuidadora por descansar”, dice hoy con serenidad.

Las recomendaciones para los cuidadores incluyen, entre otras, terapia individual o grupal, educación sobre la enfermedad, técnicas de manejo del estrés como la meditación y el ejercicio físico, y una alimentación saludable. Es crucial también contar con una red de apoyo, ya sea de amigos, familiares o instituciones especializadas.

La experiencia de Lucía demuestra que, al igual que el paciente, el cuidador necesita acompañamiento, guía y contención; porque cuando se cuida al cuidador, no solo se mejora su bienestar, sino también la calidad del cuidado que brinda. Y eso puede marcar la diferencia en el tránsito por una enfermedad tan compleja.

“Cada familia necesita hacer su propio camino. No hay fórmulas mágicas, pero sí una certeza: nadie debería recorrerlo solo”, reflexiona el docente de Psicología de Unifranz.

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