Errar para aprender: el valor pedagógico de fallar en la enseñanza

“Fracasar de nuevo, fracasar mejor”. Esta frase del escritor irlandés Samuel Beckett encierra una verdad muchas veces ignorada en las aulas: aprender implica equivocarse. Sin embargo, en entornos educativos donde predomina la presión por el rendimiento, el error suele entenderse como un signo de debilidad o incompetencia. 

“Todos nos equivocamos. Incluso los animales aprenden por ensayo y error. Si uno no se equivoca y fracasa, no hay aprendizaje”, explica Tatiana Montoya, docente de la carrera de Psicología de la Universidad Franz Tamayo, Unifranz, para quien errar es una herramienta pedagógica poderosa.

Montoya agrega que, lo importante es crear espacios donde las equivocaciones no se castiguen, sino que se analicen, se comprendan y se transformen en estrategias de mejora. La psicóloga plantea que el fracaso tiene múltiples beneficios cuando es bien gestionado: estimula la resiliencia, promueve la humildad y fomenta la empatía. 

“Aquellos que han experimentado fracasos y han perseverado están mejor equipados para manejar los altibajos de la vida”, sostiene y añade que “el éxito rara vez es un camino directo. Grandes inventores, científicos, artistas y empresarios han enfrentado fracasos significativos. Su capacidad para aprender de estas experiencias y perseverar es lo que los distingue”.

Pero también aclara que no basta con tropezar. Aprender del error requiere un proceso cognitivo de autorregulación. 

“Debemos darnos cuenta de dónde cometimos el error, corregirlo, organizarnos, planificar y ejecutar la tarea de manera diferente hasta encontrar la solución precisa. Eso se llama autoeficacia”. En otras palabras, según Montoya, equivocarse puede ser educativo solo si va acompañado de reflexión, análisis y acción consciente.

El fracaso como método educativo

Este enfoque no es exclusivo del ámbito psicológico. Algunas universidades, como Hamilton College en Estados Unidos, han comenzado a implementar programas que integran el error como parte del proceso formativo. 

Bajo el lema “Failing better” (fallar mejor), esta institución ha diseñado una campaña institucional que busca normalizar el fracaso y reducir la ansiedad entre los estudiantes de la Generación Z.

A través de tutorías, concursos, charlas y contenidos específicos, el programa promueve una cultura académica donde el error no es visto como una falla moral, sino como un paso hacia el aprendizaje profundo y significativo.

Desde la experiencia clínica y pedagógica, Montoya identifica cinco grandes beneficios que el error bien gestionado puede aportar al proceso educativo:

  • -Reflexión y corrección: equivocarse obliga a detenerse, evaluar y corregir. Este proceso estimula el pensamiento crítico y la mejora continua, habilidades fundamentales en el entorno actual.
  • -Resiliencia: al fallar, el estudiante aprende a manejar la frustración y a enfrentar la adversidad. Esto fortalece su capacidad para adaptarse a desafíos futuros y no rendirse ante el primer obstáculo.
  • -Creatividad: el error puede abrir nuevas rutas. Ante un fallo, muchas veces se deben encontrar soluciones alternativas, lo que estimula el pensamiento creativo y la innovación.
  • -Motivación y perseverancia: superar un fracaso puede aumentar la confianza en uno mismo. Cada pequeño logro tras una caída refuerza la voluntad de continuar y fortalece el compromiso con el aprendizaje.
  • -Experiencia y conocimiento: cada error aporta una lección. En el largo plazo, los tropiezos acumulados forman parte del bagaje de conocimientos aplicables a nuevas situaciones.

Un nuevo contrato educativo

Asumir el error como parte del proceso de aprendizaje requiere un cambio de paradigma tanto para estudiantes como para docentes. El primer paso es dejar de ver el fracaso como una amenaza y comenzar a interpretarlo como una oportunidad. 

“Cada error que cometemos nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre lo que salió mal, identificar áreas de mejora y ajustar nuestra estrategia para el futuro”, afirma Montoya.

Además, es esencial que los educadores modelen esta actitud en el aula. Castigar el error desalienta la exploración y la autonomía; en cambio, acompañar al estudiante en su proceso de corrección fortalece la confianza y favorece el aprendizaje a largo plazo. 

“El docente debe ser un facilitador que legitime el ensayo y error como parte del proceso, no solo un evaluador de aciertos”, añade.

También la familia tiene un rol clave en este proceso. Los padres deben evitar actitudes sobreprotectoras o excesivamente exigentes. Cuando los niños crecen con miedo al error, tienden a evitar desafíos por temor a fracasar. Necesitan saber que equivocarse está bien, que no los define, y que pueden volver a intentarlo.

La experiencia de Hamilton College no es aislada. Universidades como James Madison y Pepperdine en EE.UU. han implementado programas centrados en la resiliencia, el bienestar emocional y el sentido de pertenencia. Todos comparten una idea central: redefinir qué significa “tener éxito” en el ámbito académico.

En un mundo marcado por la incertidumbre, la presión digital y la constante exposición a estándares de perfección —especialmente en redes sociales—, aprender a equivocarse es también una herramienta de salud mental. Aceptar el error como parte de la vida permite construir trayectorias más auténticas y sostenibles, tanto en lo personal como en lo profesional.

Enseñar a errar es enseñar a vivir. Montoya lo resume con claridad. “El fracaso nos enseña lecciones valiosas que no podríamos aprender de otra manera. Esa retroalimentación es invaluable en el proceso de crecimiento personal y profesional”.

Educar en el error no significa fomentar la mediocridad, sino cultivar la humildad, la perseverancia y la capacidad de transformación. En definitiva, no se trata de evitar caer, sino de aprender a levantarse mejor. Porque errar, si se hace con conciencia, puede ser el camino más corto hacia un aprendizaje profundo, duradero y humano.

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