La educación superior debe formar profesionales y ciudadanos que transformen su entorno

La educación superior enfrenta un reto tan complejo como urgente: preparar a sus estudiantes no solo para ejercer con solvencia una profesión, sino también para convertirse en ciudadanos íntegros, críticos y comprometidos con el bienestar común. 

Este desafío exige ir más allá de la transmisión de competencias técnicas (hard skills) y apostar decididamente por el desarrollo de habilidades blandas (soft skills) que permitan a los futuros egresados incidir de forma positiva en el mundo que los rodea. La combinación de ambas dimensiones es hoy la clave para construir perfiles profesionales capaces de enfrentar problemas globales con soluciones innovadoras y éticas.

“La educación superior no solo forma profesionales, sino que también moldea ciudadanos capaces de incidir en su entorno”, afirma Mario Ariel Quispe, pedagogo y miembro de la Jefatura de Enseñanza Aprendizaje de la Universidad Franz Tamayo, Unifranz. 

Para Quispe, cada universidad debe plantearse con claridad una pregunta esencial: ¿qué tipo de persona estamos entregando a la sociedad? La respuesta, asegura, va más allá del currículo académico y alcanza la esfera de los valores, la ética y la capacidad de contribuir activamente al desarrollo colectivo.

Durante décadas, las instituciones de educación superior se han concentrado en garantizar la excelencia académica en las disciplinas que imparten. El médico que diagnostica y trata, el ingeniero que diseña y construye, el abogado que defiende y asesora: cada profesión requiere habilidades específicas que se adquieren a través de años de estudio y práctica. Sin embargo, Quispe advierte que estas capacidades, por sí solas, no bastan para afrontar los retos sociales, ambientales y tecnológicos que definen el siglo XXI. 

“De la mano de la formación profesional se deben desarrollar rasgos de una persona que se integrará a la sociedad y contribuirá a su desarrollo”, sostiene.

Esta perspectiva encuentra eco en las reflexiones de César Bona, reconocido como uno de los 50 mejores profesores del mundo, quien sintetiza su enfoque en una frase que interpela a toda la comunidad educativa.

“No educamos para la escuela, educamos para la vida”. Para Bona, la educación universitaria debe trascender las aulas y convertirse en un proceso integral que fomente la empatía, la creatividad, el pensamiento crítico, la colaboración y la responsabilidad social. Y añade una advertencia: demasiados aspectos fundamentales de la vida quedan fuera de los planes de estudio.

El aporte de Bona subraya una carencia histórica: muchas universidades aún centran su modelo educativo en la transmisión de contenidos y no en la formación de personas. Educar para la vida significa crear espacios donde el conocimiento se vincule con las emociones, los valores y la realidad social del estudiante. Significa preparar a jóvenes capaces de dialogar y cooperar con otros, incluso en contextos de diferencias ideológicas, culturales o generacionales.

Quispe enfatiza que entre los rasgos indispensables de un egresado del siglo XXI destacan la innovación y la creatividad. Innovar implica romper con esquemas rígidos, cuestionar las soluciones heredadas y diseñar alternativas más efectivas. 

“Si algo ha funcionado así siempre, no significa que deba funcionar así para siempre”, afirma. 

La creatividad, por su parte, potencia esta capacidad al permitir que el profesional imagine escenarios nuevos y encuentre respuestas originales a problemas persistentes.

No menos importante es la integridad, entendida como la coherencia entre lo que se piensa, se dice y se hace, incluso cuando no hay supervisión externa. Actuar con honestidad, respeto y justicia no es sólo un imperativo ético, sino una condición necesaria para construir sociedades más justas y armoniosas. 

En este punto, los valores no se limitan al ámbito privado: la forma en que un profesional ejerce su labor impacta directamente en la confianza pública y en la calidad de vida de las comunidades a las que sirve.

Estos principios no surgen de manera espontánea en la edad adulta. Aunque la familia y la comunidad juegan un papel decisivo en su formación, la universidad tiene el deber de reforzarlos y ofrecer oportunidades concretas para ejercitarlos. Esto se logra, por ejemplo, a través de metodologías de aprendizaje activo, proyectos comunitarios, prácticas profesionales con enfoque social y entornos colaborativos que promuevan la diversidad de ideas y perspectivas.

La educación superior, por tanto, debe concebirse como un laboratorio de ciudadanía donde se desarrollen tanto las competencias disciplinares como las habilidades socioemocionales. Al combinar estos elementos, los egresados no solo estarán preparados para insertarse en el mercado laboral, sino también para liderar procesos de cambio y aportar soluciones a los desafíos de su época.

En este marco, Unifranz ha adoptado un modelo educativo que materializa esta visión. La institución integra de manera sistemática el desarrollo de competencias técnicas con la formación en valores y habilidades blandas. Sus programas académicos están diseñados para que los estudiantes aprendan a liderar, trabajar en equipo, pensar de forma crítica e innovadora y actuar con responsabilidad social.

Así, la institución se posiciona como un espacio donde la educación trasciende las aulas y se proyecta hacia la vida misma. Profesionales que, más allá de sus títulos, asumen el compromiso de mejorar la calidad de vida de su entorno y generar transformaciones sostenibles. Porque, en última instancia, formar para la vida es formar para transformar, y esa es la misión que la educación superior no puede permitirse el lujo de eludir.

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